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En una tardecita de invierno, de esas que invitan a la charla sin apuros, nos tomamos unos minutos para hablar con Pedro Castro, un hombre que fue durante más de cinco décadas el guardián silencioso de un oficio en vías de extinción: la fabricación artesanal de escobas.
REGION10/06/2025
-Una nota publicada en el canal de noticias TN fue insipiradora de este encuentro en el programa de radio Acción Industrial, donde fue posible dialogar con el protagonista de esta historia carga de nostalgia y en Urdinarrain, donde todavía flota el aire de los saberes transmitidos con las manos, Pedro representa la memoria viva de una forma de trabajo que supo acompañar generaciones.
Hoy Pedro ya se ha retirado de la actividad. La edad, el desgaste físico y el consejo amoroso de sus hijos lo llevaron a dejar atrás la tarea que marcó gran parte de su vida. “Ya tenía los hijos grandes y no me dejaban. Yo estaba muerto adentro cortando, en el calor del verano”, recuerda. Y es que hacer escobas no era solo atarlas y venderlas: era sembrar, cosechar, limpiar, secar, cuidar cada paso para que el resultado fuera digno.


“Lo más bien, gracias a Dios. Por lo menos, podemos caminar y trabajar”, dice al comenzar la charla, con la sencillez de quien ha hecho del esfuerzo una forma de estar en el mundo.
El camino comenzó en 1971. “Me enseñó mi cuñado, el tenía la máquina en la casa. Yo la copié, la hice yo mismo y empecé a fabricar.” La historia de Pedro es también la historia de la escoba desde el origen: sembraba su propia paja, del tipo que llaman “de guinea”, entre octubre y noviembre. “Después, si el tiempo daba, en enero ya la estaba cosechando. Había que cortarla una por una, no hay máquina para eso.”
Pero el trabajo no terminaba ahí. La paja debía secarse bien, sin humedad, y limpiarse con un aparato inventado por él mismo: un rolo de madera con clavos sin cabeza. “La dejaba limpita, ni una semilla le quedaba.”
Además del ingenio, Pedro cultivaba su semilla: “Con 10 kilos me sobraba para una hectárea y media. La guardaba de la cosecha, bien ventilada, para que no sea falsa.” El palo para las escobas lo conseguía en Guadalupe, o, en ocasiones, los hacía él mismo, con “cabo abusado y bien lijado”.
Durante años vendió sus escobas en almacenes y supermercados de la zona. Incluso cuando ya tenía otro trabajo —entró a la municipalidad en 1978— seguía fabricando. “Cuando no podíamos quemar en el horno, hacía cinco, seis, hasta diez escobas. Así iba amortiguando.” Porque antes de ser escobero, Pedro fue ladrillero: “Corté ladrillos hasta el 78. También armaba los hornos. Eso me lo enseñaron ladrilleros viejos.”
Con una vida marcada por el trabajo manual, hoy Pedro siente el desgaste: “La columna está hecha bolsa”, comenta entre risas. Pero su legado queda. Aunque el oficio ya casi no se ve, y aunque la venta ha bajado muchísimo (“ahora tal vez venden media docena por mes donde antes vendías varias docenas por semana”), Pedro lo sostuvo hasta hace poco. “Lo último que hacía era para los galpones del parque industrial, para Berardo Agropecuaria y la Federación Agraria.”
Pedro Castro ya no hace escobas, pero queda en él la paciencia del sembrador, la precisión del artesano y la sabiduría de quien aprendió mirando, haciendo, errando y volviendo a intentar. Gracias, Pedro, por tantos años de manos a la obra. Porque el oficio, aunque se apague, no se olvida.



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